Gustavo Legorburu, arquitecto. 2009.
Conocí al arquitecto Tomás José Sanabria como eminente profesor cuando cursábamos Tercer Año de la carrera en el año 1953. Para esa época era ya un destacado profesional, integrante de la Oficina Carbonell y Sanabria, autores de importantes obras en el país.
Sanabria fue y es excelente dibujante desde su primera juventud. Sus bocetos y apuntes revelan una extraordinaria vena artística que a trasladado a su Arquitectura. Pero no viene al caso comentar las ejemplares manifestaciones de su genio creativo, mi intención es relatar su condición como insigne docente tanto en la Universidad como en su Oficina de la cual fui dibujante a su servicio.
Precisamente por esa característica de su capacidad para enseñar y orientar que me vienen a la memoria anécdotas inolvidables. Recuerdo que por el pasillo del edificio donde entonces funcionaba la Escuela de Arquitectura, algo antes de las tres de la tarde comenzaban las evaluaciones de nuestros ejercicios de diseño, se escuchaban los pasos de unos zapatos cuyos tacones estaban indudablemente claveteados; los clap, clap, clap anunciaban que el Profesor Tomás Sanabria venía camino a la clase. Cuando tenía lugar la entrega final de un trabajo, al mismo tiempo de sus pasos vibraba el corazón en espera del tajante y oportuno dictamen sobre nuestra solución.
Cuento un episodio que demostraba su firme carácter y apego a la disciplina: el horario establecido para realizar las evaluaciones de los proyectos que debíamos presentar a corrección, era las tres de la tarde, pero con anterioridad debíamos tener sujetos a las paredes las láminas y sobre las mesas de dibujo las maquetas.
Sanabria colocaba tras las ventanillas de las puertas del local unos cartones para que los alumnos no observaran las deliberaciones del Jurado; éstas se hacían “a puertas cerradas”. En una de las tantas evaluaciones uno de mis compañeros llegó mas tarde de la hora señalada. Recuerdo que tocaba desesperado a la puerta, desde dentro nadie respondía. Por fin, pasado unos pocos minutos, Sanabria entrejuntó una de las dobles puertas del salón mientras el alumno esperaba afuera con sus láminas bajo un brazo, con la mano del otro sosteniendo la maqueta.
-¿Quién es usted?- pregunta el Profesor.
-Yo, doctor, José Ángel de Tal-
-¿Por qué llega a esta hora?-
-¡El tráfico, Profesor!
La respuesta fue tajante: -Pues ha debido preverlo-
Y esa vez no hubo corrección para él, ni por supuesto calificación alguna.
Desde ese momento nadie se atrevió a llegar retrasado; para las dos de la tarde ya las paredes se cubrían de láminas y las mesas de dibujo de maquetas.
Tuve la satisfacción de obtener máximas calificaciones en los ejercicios de diseño, que en esa época se distinguían con la clasificación de “A- Fotostato” y me imagino era porque merecían la especial distinción de ser publicados. Aunque no recuerdo ninguno que lo hubiera sido, creo que eso fue motivo para que me propusiera trabajar en su Oficina como dibujante. ¡Claro, eso me enorgullecía! ¡Nada menos que formar del personal de tan prestigiosa Firma de Arquitectura!
Pero ese mismo orgullo se me desbordó y paró en soberbia; juraba que yo era ya un notable arquitecto.
La anécdota que relataré no se si la recordaría el propio Sanabria. En cierta ocasión llegué a la Oficina desde la Universidad mucho antes que él y se estaba ejecutando el Proyecto de las viviendas para el personal del Central Azucarero El Palmar en Turmero, Estado Aragua. El delineante era Eduardo Escosura, quizás uno de los mejores proyectistas que llegaron a este país, quien había trabajado afanosamente en esos planos que tenía casi listos. Creyéndome que podría dar una mejor solución, le sugerí a Eduardo aceptar la idea que había yo elaborado. A “regañadientes” convino en modificar totalmente lo que estaba haciendo.
Al día siguiente, Sanabria me convocó a su despacho.
-¿Te crees muy arquitecto, carajito?- Me reprendió. El ánimo se me vino al suelo.
-Ya que eres tan buen arquitecto, he concertado para ti una cita con el chef del Tamanaco. Mañana te enseñará a diseñar una cocina-
Ni mas ni menos que la del Hotel Humboldt que para el momento era también proyecto de Sanabria.
El rapapolvo me sirvió de mucho. Aprendí a organizar una cocina industrial, conocimiento que aproveché para ulteriores proyectos cuando era ya un profesional.
Tomás José Sanabria fue un insigne docente; te obligaba a pensar en todo, desde el concepto ordenador del conjunto hasta los detalles de la construcción. Conjuntamente con el doctor Villanueva, me enseñaron a situarme en “el lugar” donde vivía, con sus implicaciones climáticas y a apreciar la magia de la luz entre las sombras.
Desde la lejana época en que conocí a Tomás José Sanabria, me luce que cambió poco su aspecto físico. Ni alto ni bajo; ni gordo ni flaco. Tan solo el cabello, casi sin entradas, varió de oscuro a canoso, de canoso a casi todo blanco. Una barba le confirió respetable ancianidad, aunque sus ojos verdosos nunca perdieron la chispa de la juventud.
NOTA: Gustavo me contó un día en Camurí Grande este anécdota, el señor se llamaba Ruiz de apellido y años más tarde le dijo a Gustavo que papá le había hecho un gran favor, pues por rabia se retiró de arquitectura y estudió su verdadera pasión, estudios Internacionales con mucho éxito y reconocimiento nacional e internacional. Loly